Un cambio de mirada sobre las necesidades educativas especiales

“¿Qué es la normalidad? Nada. ¿Quién es normal? Nadie. Aunque la diferencia hiere, y por eso nuestra primera reacción es negarla. ¿Cómo combatir la imposición de la distinción normalidad-anormalidad? Habitando en el interior de la diferencia, siendo íntimo con ella. (...) No negar la diferencia, sino modificar la imagen de la norma.”

Carlos Skliar

La educación inclusiva ha estado usualmente relacionada con las necesidades educativas especiales y, en particular con la discapacidad. Sin embargo, en los últimos años, se viene entendiendo la inclusión y la atención a la diversidad como un norte para todo el sistema educativo, ampliando el sentido de la educación inclusiva hacia la comprensión de una educación que garantice la participación y el aprendizaje de todas y todos los estudiantes y, en particular, de aquellos que están en riesgo de sufrir bajos logros o fracaso escolar.

Como diría Ignacio Calderón, este cambio de mirada implica poner el foco no en “lo que le pasa” al o la estudiante, sino más bien en “lo que pasa” en el entorno escolar que hace que ciertos estudiantes tengan más dificultades para participar o aprender. Este proceso implica la identificación de barreras.

De manera general, las barreras se pueden entender como “aquellas actitudes o creencias que las personas tienen respecto a este proceso [de inclusión] (…) y que al interactuar con las condiciones personales, sociales o culturales de determinados alumnos o grupos de alumnos (…), generan exclusión, marginación o fracaso escolar”[1].

Para las y los docentes esta nueva mirada supone ampliar el análisis para comprender cómo el bajo rendimiento o los problemas que podamos advertir en la enseñanza de ciertos estudiantes, no tienen origen en sus características individuales o las de sus familias. Es decir, que no basta saber si el niño tiene o no un diagnóstico o sus características socioeconómicas, para comprender las barreras a las que se enfrenta y determinar el tipo de respuesta educativa que podemos realizar. Esta sola reconfiguración, abre las oportunidades hacia lo que es posible hacer desde el rol docente, pues si el problema “no es el niño” sino lo que sucede en el aula, “yo puedo hacer algo”.

Así, en vez de decir que un estudiante tiene problemas de comportamiento en el salón porque “es hiperactivo”, “tiene sus padres separados”, “es venezolano”, pasaremos a evaluar qué pasa en el entorno cuando surgen esos problemas de comportamiento; qué estructuras existen dentro del salón de clase para favorecer, por ejemplo, la autorregulación emocional; de qué manera las y los compañeros y el clima de aula en general favorece la comprensión y el refuerzo social de los acuerdos de convivencia, etc.

Para las autoridades escolares -las y los directivos- implica observar el entorno escolar de la escuela que dirigen para identificar qué barreras a nivel de las normativas, reglamentos o estructuras (políticas), de las relaciones o valores de la comunidad educativa (culturas) o de las prácticas docentes incrementan las posibilidades de que ciertos estudiantes “no encajen” en la escuela y terminen siendo excluidos de la misma.

Para las familias, comprender que las dificultades que experimentan sus hijas e hijos no se explican únicamente por sus características personales, sino que el entorno juega un gran rol dentro de sus posibilidades de aprender y participar, permite quitar la carga de la culpa sobre ellas y sus hijas e hijos, para pasar a entender que existen ambientes de aprendizaje donde las y los niños pueden tener mejores resultados, e incluso preguntarse si su hogar provee facilitadores y apoyos para su desarrollo o si reproduce las barreras de otros entornos.

En general, la perspectiva de las barreras de aprendizaje nos permite valorar la diversidad como algo inherente a los entornos educativos, y aceptar que cualquier estudiante puede experimentar dificultades para aprender en uno u otro momento de su vida escolar, por lo que los sistemas de apoyo y ayuda deben estar disponibles para todos quienes lo necesiten, y no solo para quienes cuentan con un “diagnóstico”.

Para lograr esta respuesta inclusiva, las y los docentes exitosos en la atención a la diversidad suelen conocer muy bien a sus estudiantes. Son maestras y maestros que conectan con sus estudiantes y a partir de esa vinculación emocional son capaces de comprender sus acciones y elecciones, así como sus emociones. Este conocimiento y observación, además se amplía al contexto, por lo que continuamente están identificando las barreras del aula que limitan el aprendizaje de sus estudiantes y trabajan en conjunto con ellos para derribarlas y minimizarlas.


[1] Echeita, G., & Ainscow, M. (2011). La educación inclusiva como derecho. Marco de referencia y pautas de acción para el desarrollo de una revolución pendiente. Tejuelo: Revista de Didáctica de la Lengua y la Literatura, 12, 26-46.

Un cambio de mirada sobre las necesidades educativas especiales

Autor: Publicado: noviembre 4, 2022

“¿Qué es la normalidad? Nada. ¿Quién es normal? Nadie. Aunque la diferencia hiere, y por eso nuestra primera reacción es negarla. ¿Cómo combatir la imposición de la distinción normalidad-anormalidad? Habitando en el interior de la diferencia, siendo íntimo con ella. (…) No negar la diferencia, sino modificar la imagen de la norma.”

Carlos Skliar

La educación inclusiva ha estado usualmente relacionada con las necesidades educativas especiales y, en particular con la discapacidad. Sin embargo, en los últimos años, se viene entendiendo la inclusión y la atención a la diversidad como un norte para todo el sistema educativo, ampliando el sentido de la educación inclusiva hacia la comprensión de una educación que garantice la participación y el aprendizaje de todas y todos los estudiantes y, en particular, de aquellos que están en riesgo de sufrir bajos logros o fracaso escolar.

Como diría Ignacio Calderón, este cambio de mirada implica poner el foco no en “lo que le pasa” al o la estudiante, sino más bien en “lo que pasa” en el entorno escolar que hace que ciertos estudiantes tengan más dificultades para participar o aprender. Este proceso implica la identificación de barreras.

De manera general, las barreras se pueden entender como “aquellas actitudes o creencias que las personas tienen respecto a este proceso [de inclusión] (…) y que al interactuar con las condiciones personales, sociales o culturales de determinados alumnos o grupos de alumnos (…), generan exclusión, marginación o fracaso escolar”[1].

Para las y los docentes esta nueva mirada supone ampliar el análisis para comprender cómo el bajo rendimiento o los problemas que podamos advertir en la enseñanza de ciertos estudiantes, no tienen origen en sus características individuales o las de sus familias. Es decir, que no basta saber si el niño tiene o no un diagnóstico o sus características socioeconómicas, para comprender las barreras a las que se enfrenta y determinar el tipo de respuesta educativa que podemos realizar. Esta sola reconfiguración, abre las oportunidades hacia lo que es posible hacer desde el rol docente, pues si el problema “no es el niño” sino lo que sucede en el aula, “yo puedo hacer algo”.

Así, en vez de decir que un estudiante tiene problemas de comportamiento en el salón porque “es hiperactivo”, “tiene sus padres separados”, “es venezolano”, pasaremos a evaluar qué pasa en el entorno cuando surgen esos problemas de comportamiento; qué estructuras existen dentro del salón de clase para favorecer, por ejemplo, la autorregulación emocional; de qué manera las y los compañeros y el clima de aula en general favorece la comprensión y el refuerzo social de los acuerdos de convivencia, etc.

Para las autoridades escolares -las y los directivos- implica observar el entorno escolar de la escuela que dirigen para identificar qué barreras a nivel de las normativas, reglamentos o estructuras (políticas), de las relaciones o valores de la comunidad educativa (culturas) o de las prácticas docentes incrementan las posibilidades de que ciertos estudiantes “no encajen” en la escuela y terminen siendo excluidos de la misma.

Para las familias, comprender que las dificultades que experimentan sus hijas e hijos no se explican únicamente por sus características personales, sino que el entorno juega un gran rol dentro de sus posibilidades de aprender y participar, permite quitar la carga de la culpa sobre ellas y sus hijas e hijos, para pasar a entender que existen ambientes de aprendizaje donde las y los niños pueden tener mejores resultados, e incluso preguntarse si su hogar provee facilitadores y apoyos para su desarrollo o si reproduce las barreras de otros entornos.

En general, la perspectiva de las barreras de aprendizaje nos permite valorar la diversidad como algo inherente a los entornos educativos, y aceptar que cualquier estudiante puede experimentar dificultades para aprender en uno u otro momento de su vida escolar, por lo que los sistemas de apoyo y ayuda deben estar disponibles para todos quienes lo necesiten, y no solo para quienes cuentan con un “diagnóstico”.

Para lograr esta respuesta inclusiva, las y los docentes exitosos en la atención a la diversidad suelen conocer muy bien a sus estudiantes. Son maestras y maestros que conectan con sus estudiantes y a partir de esa vinculación emocional son capaces de comprender sus acciones y elecciones, así como sus emociones. Este conocimiento y observación, además se amplía al contexto, por lo que continuamente están identificando las barreras del aula que limitan el aprendizaje de sus estudiantes y trabajan en conjunto con ellos para derribarlas y minimizarlas.


[1] Echeita, G., & Ainscow, M. (2011). La educación inclusiva como derecho. Marco de referencia y pautas de acción para el desarrollo de una revolución pendiente. Tejuelo: Revista de Didáctica de la Lengua y la Literatura, 12, 26-46.

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