Lo que esconde la “inclusión educativa”, por Ernesto ReañoAl buscar en el diccionario la palabra “inclusión” toparemos con el siguiente significado: “Poner algo dentro de otra cosa o dentro de sus límites.” Si revisamos la entrada “inclusión” en el diccionario etimológico de Corominas y Pascual, seremos remitidos a “clausura” (del latín cludĕre, equivalente a “cerrar”).  Etimológicamente, entonces, dicha palabra equivale a “encerrar”, lo cual no dista mucho de su significado actual: colocar algo dentro de límites que le son ajenos (ie: encerrar). Pasados 20 años de la Declaración de Salamanca, donde la Unesco señaló los lineamientos que deberían cumplir los países miembros en cuanto educación inclusiva, debemos apuntar ciertas realidades:
  • Se habló y se habla de "discapacidad". Dicha palabra debería de ser reemplazada por la de "diversidad" (biodiversidad, neurodiversidad). Población diversa, neurodiversa, divergente, neurodivergente.
  • La idea misma de "inclusión" supone un paradigma no sólo vencido sino moralmente irrealizable: "inclusión" hace, como hemos visto, alusión a "encierro". A levantar los límites en los que acogeremos a los “discapacitados”. Sabemos que las palabras tienen el poder de encausar nuestro pensamiento. La persona neurodiversa no recibe un favor sino que debe acceder a lo que por derecho natural le corresponde: el goce de la condición humana. Acaso la mayoría neurotípica se sienta bien ejerciendo el poder de “incluir”, pues detrás de esta palabra hay, también, una situación de poder: quién decide, cómo y para qué. En el caso educativo: ¿cuáles límites serán los elegidos? ¿Los de la neurotipicidad? ¿Los de la normalización?
Ya nos dirán los defensores del modelo que esto no es así, que la “inclusión” se hace entre todos los grupos que actúan en el proceso. Lo cierto es que ninguna minoría podría, por definición, “incluir” a la mayoría, por más buenos deseos (pero escaso conocimiento del lenguaje, su uso y su poder) que detenten los funcionarios de la Unesco. Del buen deseo hay una corta distancia al paternalismo… y al prejuicio. "Inclusión", y todo el paradigma que invoca, deberá ser reemplazado por un modelo basado en la noción de "convivencia" (de vivĕre, vivir con los demás). Entenderemos, solamente así, que la sociedad es diversa en sí misma, esa es su mayor riqueza. Luego, la escuela ha de ser diversa en sí misma y en ella han de convivir todos. Bajo esta óptica podremos no sólo crear modelos sino, además, legislar con mayor tino. No para que las escuelas acepten "cuotas" de "incluidos" (dos alumnos por aula, en teoría, en nuestro país) sino derribar en sí los filtros de la "normalización" y entender que sin diversidad estamos condenados al fracaso como sociedad. La escuela no ha de ser inclusiva sino neurodiversa. No sobrevivirá si no entendemos que la diferencia y la adaptación de todos en convivencia es su mayor riqueza, la suma de las herencias biológicas y culturales. Se nos reprochará que son sólo palabras. “Words, words, words” (“Palabras, palabras, palabras”), como dijese Hamlet a Polonio para evadir la pregunta sobre qué era lo que leía. No son sólo las palabras (“convivencia” por “inclusión”) lo que nos importa sino la mentalidad de los hombres al elegirlas. Se escoge tal o cual palabra en virtud no sólo de lo que alude sino, también, por lo que connota: por el destino que señala. Se eligen, también, las “palabras, palabras, palabras” por su sensatez.   Ernesto Reaño, psicólogo y lingüista, fundador y director de EITA (Equipo de Investigación y Tratamiento en Asperger y Autismo).

Lo que esconde la “inclusión educativa”, por Ernesto Reaño

Autor: EDUCARED admin Publicado: mayo 10, 2017

Al buscar en el diccionario la palabra “inclusión” toparemos con el siguiente significado: “Poner algo dentro de otra cosa o dentro de sus límites.”

Si revisamos la entrada “inclusión” en el diccionario etimológico de Corominas y Pascual, seremos remitidos a “clausura” (del latín cludĕre, equivalente a “cerrar”).  Etimológicamente, entonces, dicha palabra equivale a “encerrar”, lo cual no dista mucho de su significado actual: colocar algo dentro de límites que le son ajenos (ie: encerrar).

Pasados 20 años de la Declaración de Salamanca, donde la Unesco señaló los lineamientos que deberían cumplir los países miembros en cuanto educación inclusiva, debemos apuntar ciertas realidades:

  • Se habló y se habla de “discapacidad”. Dicha palabra debería de ser reemplazada por la de “diversidad” (biodiversidad, neurodiversidad). Población diversa, neurodiversa, divergente, neurodivergente.
  • La idea misma de “inclusión” supone un paradigma no sólo vencido sino moralmente irrealizable: “inclusión” hace, como hemos visto, alusión a “encierro”. A levantar los límites en los que acogeremos a los “discapacitados”. Sabemos que las palabras tienen el poder de encausar nuestro pensamiento. La persona neurodiversa no recibe un favor sino que debe acceder a lo que por derecho natural le corresponde: el goce de la condición humana. Acaso la mayoría neurotípica se sienta bien ejerciendo el poder de “incluir”, pues detrás de esta palabra hay, también, una situación de poder: quién decide, cómo y para qué. En el caso educativo: ¿cuáles límites serán los elegidos? ¿Los de la neurotipicidad? ¿Los de la normalización?

Ya nos dirán los defensores del modelo que esto no es así, que la “inclusión” se hace entre todos los grupos que actúan en el proceso. Lo cierto es que ninguna minoría podría, por definición, “incluir” a la mayoría, por más buenos deseos (pero escaso conocimiento del lenguaje, su uso y su poder) que detenten los funcionarios de la Unesco. Del buen deseo hay una corta distancia al paternalismo… y al prejuicio.

“Inclusión”, y todo el paradigma que invoca, deberá ser reemplazado por un modelo basado en la noción de “convivencia” (de vivĕre, vivir con los demás). Entenderemos, solamente así, que la sociedad es diversa en sí misma, esa es su mayor riqueza. Luego, la escuela ha de ser diversa en sí misma y en ella han de convivir todos. Bajo esta óptica podremos no sólo crear modelos sino, además, legislar con mayor tino. No para que las escuelas acepten “cuotas” de “incluidos” (dos alumnos por aula, en teoría, en nuestro país) sino derribar en sí los filtros de la “normalización” y entender que sin diversidad estamos condenados al fracaso como sociedad.

La escuela no ha de ser inclusiva sino neurodiversa. No sobrevivirá si no entendemos que la diferencia y la adaptación de todos en convivencia es su mayor riqueza, la suma de las herencias biológicas y culturales.

Se nos reprochará que son sólo palabras. “Words, words, words” (“Palabras, palabras, palabras”), como dijese Hamlet a Polonio para evadir la pregunta sobre qué era lo que leía. No son sólo las palabras (“convivencia” por “inclusión”) lo que nos importa sino la mentalidad de los hombres al elegirlas. Se escoge tal o cual palabra en virtud no sólo de lo que alude sino, también, por lo que connota: por el destino que señala. Se eligen, también, las “palabras, palabras, palabras” por su sensatez.

 

Ernesto Reaño, psicólogo y lingüista, fundador y director de EITA (Equipo de Investigación y Tratamiento en Asperger y Autismo).

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