Neurociencia, inclusión y atención a la diversidad

"El cerebro no es en modo alguno, una máquina que recibe instrucciones como un ordenador. El cerebro de cada ser individual es más bien como una selva tropical en la que abundan el crecimiento, la decadencia, la competición, la diversidad y la selección."

Gerald Edelwman

Los actuales avances en neurociencia brindan una comprensión sin precedentes de cómo funciona el cerebro humano, desde una visión dinámica y compleja, y esto tiene un alto impacto en cómo abordamos los desafíos de inclusión y atención a la diversidad en las escuelas.

Hoy sabemos que los seres humanos tenemos un cerebro consciente y social que conoce la importancia de la diversidad y la inclusión, pero también un cerebro inconsciente que evolucionó para preferir lo familiar, por lo que categoriza rápidamente para conservar energía, actuar y reaccionar con rapidez[1].

Dado este condicionante evolutivo, es imperante que dentro de nuestras aulas fomentemos la comprensión de estos sesgos inconscientes que limitan nuestra capacidad de valorar la diversidad y empatizar con quienes consideramos “diferentes”. Es aquí donde aparece la importancia de promover culturas de aula inclusivas, en las que pongamos de relieve valores inclusivos, demos espacio al diálogo y a las preguntas curiosas de estudiantes y familias, abordemos el miedo a lo diferente con naturalidad, y propongamos un espacio seguro donde las y los estudiantes sean valorados y reconocidos por sus capacidades y a partir de lo que “pueden hacer” solos o con ayuda, en vez de por aquello que “no pueden” hacer por sí mismas o mismos.

Por otro lado, este mayor conocimiento del cerebro humano, y nuestro entendimiento del mismo como una red compleja de redes integradas y superpuestas que está sujeta a permanentes cambios, también nos ha brindado mayor comprensión sobre cómo funciona el cerebro que aprende.

En primer lugar, la idea de que el cerebro tiene una gran capacidad de transformarse como consecuencia de la experiencia, lo cual es clave para comprender qué es realmente el aprendizaje. Es así que hoy sabemos que la neuroplasticidad es una característica del cerebro que permite que las personas aprendamos a lo largo de toda la vida (y no solo hasta los tres años), a partir de la práctica y la experiencia.

Bajo esta perspectiva, las posibilidades de encontrar dos cerebros iguales que funcionen de la misma manera y aprendan de la misma forma son mínimas. Esta riqueza individual ha sido dejada de lado por años por los sistemas educativos que han estado diseñados en una “talla única”, proporcionando objetivos de aprendizaje estandarizados para todas y todos los estudiantes, materiales, experiencias, etc. hechas bajo la idea de un inexistente “estudiante promedio”.

Las neurociencias ponen de relieve que la variabilidad en las y los estudiantes es la regla, por lo que es normal y predecible que en un grupo de aprendices no todas y todos se comprometan de la misma manera con los propósitos de aprendizaje que como docentes vamos a plantearles, ni que reconozcan de la misma forma la información que les presentamos, o que usen y expresen sus conocimientos de la misma manera.

Por esta razón, un equipo de la Universidad de Harvard liderados por Todd Rose[2] plantea que es importante comprender que el desarrollo de competencias no tiene un camino único, sino que existe una singularidad de trayectorias hacia un objetivo de aprendizaje, y el entorno escolar debe proporcionar las opciones flexibles y suficientes que permitan que sean los propios estudiantes quienes lideren ese camino de desarrollo de sus propias capacidades, conocimientos y destrezas.

De la misma manera, hacen hincapié en el rol del contexto y el entorno de aprendizaje, los cuales tienen un papel fundamental en cómo un individuo aprende, por lo que es fundamental identificar cuáles son los factores y patrones de la interacción persona-contexto para potenciar las fortalezas de dichas interacciones y reducir las barreras que puedan encontrarse en ellas.

Todos estos aspectos tienen directa relación con respecto a cómo entendemos la diversidad en el aula, y cómo configuramos el rol docente y de la escuela para el desarrollo de competencias de las y los estudiantes. La educación inclusiva se trata de reconocer esta diversidad, de potenciar las habilidades de cada aprendiz para desarrollar su máximo potencial, de reconocer su derecho a ser valorado por sus capacidades, y las neurociencias, más que ser una “moda” educativa, nos brindan explicaciones científicas que validan y refuerzan la importancia de este tipo de prácticas inclusivas en el aula.


[1] Casey, M., & Robinson, S. (2017). Neuroscience of Inclusion: New Skills for New Times. Outskirts Press.

[2] Rose, T., Rouhani, P., & Fischer, K. (2013). The Science of the Individual. Mind, Brain and Education , 7(3), 152-158.

Neurociencia, inclusión y atención a la diversidad

Autor: Publicado: diciembre 19, 2022

“El cerebro no es en modo alguno, una máquina que recibe instrucciones como un ordenador. El cerebro de cada ser individual es más bien como una selva tropical en la que abundan el crecimiento, la decadencia, la competición, la diversidad y la selección.”

Gerald Edelwman

Los actuales avances en neurociencia brindan una comprensión sin precedentes de cómo funciona el cerebro humano, desde una visión dinámica y compleja, y esto tiene un alto impacto en cómo abordamos los desafíos de inclusión y atención a la diversidad en las escuelas.

Hoy sabemos que los seres humanos tenemos un cerebro consciente y social que conoce la importancia de la diversidad y la inclusión, pero también un cerebro inconsciente que evolucionó para preferir lo familiar, por lo que categoriza rápidamente para conservar energía, actuar y reaccionar con rapidez[1].

Dado este condicionante evolutivo, es imperante que dentro de nuestras aulas fomentemos la comprensión de estos sesgos inconscientes que limitan nuestra capacidad de valorar la diversidad y empatizar con quienes consideramos “diferentes”. Es aquí donde aparece la importancia de promover culturas de aula inclusivas, en las que pongamos de relieve valores inclusivos, demos espacio al diálogo y a las preguntas curiosas de estudiantes y familias, abordemos el miedo a lo diferente con naturalidad, y propongamos un espacio seguro donde las y los estudiantes sean valorados y reconocidos por sus capacidades y a partir de lo que “pueden hacer” solos o con ayuda, en vez de por aquello que “no pueden” hacer por sí mismas o mismos.

Por otro lado, este mayor conocimiento del cerebro humano, y nuestro entendimiento del mismo como una red compleja de redes integradas y superpuestas que está sujeta a permanentes cambios, también nos ha brindado mayor comprensión sobre cómo funciona el cerebro que aprende.

En primer lugar, la idea de que el cerebro tiene una gran capacidad de transformarse como consecuencia de la experiencia, lo cual es clave para comprender qué es realmente el aprendizaje. Es así que hoy sabemos que la neuroplasticidad es una característica del cerebro que permite que las personas aprendamos a lo largo de toda la vida (y no solo hasta los tres años), a partir de la práctica y la experiencia.

Bajo esta perspectiva, las posibilidades de encontrar dos cerebros iguales que funcionen de la misma manera y aprendan de la misma forma son mínimas. Esta riqueza individual ha sido dejada de lado por años por los sistemas educativos que han estado diseñados en una “talla única”, proporcionando objetivos de aprendizaje estandarizados para todas y todos los estudiantes, materiales, experiencias, etc. hechas bajo la idea de un inexistente “estudiante promedio”.

Las neurociencias ponen de relieve que la variabilidad en las y los estudiantes es la regla, por lo que es normal y predecible que en un grupo de aprendices no todas y todos se comprometan de la misma manera con los propósitos de aprendizaje que como docentes vamos a plantearles, ni que reconozcan de la misma forma la información que les presentamos, o que usen y expresen sus conocimientos de la misma manera.

Por esta razón, un equipo de la Universidad de Harvard liderados por Todd Rose[2] plantea que es importante comprender que el desarrollo de competencias no tiene un camino único, sino que existe una singularidad de trayectorias hacia un objetivo de aprendizaje, y el entorno escolar debe proporcionar las opciones flexibles y suficientes que permitan que sean los propios estudiantes quienes lideren ese camino de desarrollo de sus propias capacidades, conocimientos y destrezas.

De la misma manera, hacen hincapié en el rol del contexto y el entorno de aprendizaje, los cuales tienen un papel fundamental en cómo un individuo aprende, por lo que es fundamental identificar cuáles son los factores y patrones de la interacción persona-contexto para potenciar las fortalezas de dichas interacciones y reducir las barreras que puedan encontrarse en ellas.

Todos estos aspectos tienen directa relación con respecto a cómo entendemos la diversidad en el aula, y cómo configuramos el rol docente y de la escuela para el desarrollo de competencias de las y los estudiantes. La educación inclusiva se trata de reconocer esta diversidad, de potenciar las habilidades de cada aprendiz para desarrollar su máximo potencial, de reconocer su derecho a ser valorado por sus capacidades, y las neurociencias, más que ser una “moda” educativa, nos brindan explicaciones científicas que validan y refuerzan la importancia de este tipo de prácticas inclusivas en el aula.


[1] Casey, M., & Robinson, S. (2017). Neuroscience of Inclusion: New Skills for New Times. Outskirts Press.

[2] Rose, T., Rouhani, P., & Fischer, K. (2013). The Science of the Individual. Mind, Brain and Education , 7(3), 152-158.

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