Por: Giancarlo Cappello (*)
Cuando estudiaba en la universidad, una alumna reclamó al profesor de cine por proyectar El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima. Usó la palabra pornógrafo y aseguró que le tomaría meses sacudirse de aquellas imágenes perturbadoras. Años más tarde fui testigo del disgusto de un alumno ante la película peruana La boca del lobo, acusándola de “proterrorista” por ocuparse solo del bando militar. Y hace algunas semanas, dos alumnas protestaban porque las series Mad Men y Breaking Bad les parecían celebraciones encubiertas de la infidelidad, la doble moral y porque “enseñan a hacer drogas”.
Aunque aparecen como casos aislados, estos comentarios sirven para reflexionar sobre el papel de la ficción en el aula y la vida cotidiana. Las historias forman parte del mundo cognoscitivo y afectivo de las personas porque promueven las miradas subjetivas e intervienen en aspectos éticos y prácticos. Tanto se ocupan de lo social como de lo individual y, en ese proceso, exponen los varios pliegues de identidad, de realidad y de diferencia que existen. Pero las historias no sancionan ni validan actos o comportamientos. Al contrario, son una forma sutil de cuestionar nuestra -en apariencia- virtuosa presunción de lo que está bien.
En general, el hechizo del arte no reside en su capacidad de convencimiento o disuasión, sino en la posibilidad que ofrece a cada cual para conocer(se). De ahí que sea posible observar que la reacción ante ciertas ficciones guarde no un miedo a la verdad –los maestros no la tienen-, sino al autodescubrimiento. El poeta y teórico literario Kenneth Burke decía que las historias son metáforas de la vida, porque saben sintetizarla de manera simbólica. Y de ahí, también, que muchas veces resulten espejos difíciles del alma que cargamos, capaces de revelar la medida justa de nuestras cuitas y asepsias vitales.
Así como no existen demiurgos que deciden qué historias deben filmarse con intención doctrinaria –sobre todo porque se trata de una industria que necesita de la validación de la audiencia-, las historias tampoco operan como agujas hipodérmicas que inoculan ideas en la cabeza de las personas. Cierto es que corresponde a los docentes medir los efectos que podrían generar algunos contenidos y ponderarlos o, mejor aún, discutirlos, pero lejos estamos de tener que enfrentarlos con las anteojeras clericales y fascistas que asumían que ciertos textos debían censurarse para evitar estragos en poblaciones incautas que pudieran abrazar la perversión, la insurrección y el asesinato. Si ése fuera el caso, hoy solo sobrevivirían los ágrafos, ajenos a las tragedias con incestos de Lope de Vega y las manducaciones humanas del Titus Andronicus de Shakespeare.
Hoy que se discute la educación clásica -enfocada en un alfabetismo pragmático, de carácter disciplinario y preventivo a fin de contener e integrar a los futuros trabajadores del sistema-, las ficciones tienen muchas cosas que decir en aras de una educación que persiga la realización de personas críticas y libres. Por ejemplo, acerca de las diferencias, de la variedad, de la tolerancia, del bien y del mal, todas materias pendientes y aplazadas quizá por demasiado tiempo.
(*) Giancarlo es guionista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima, donde investiga para el Instituto de Investigación Científica (IDIC). Magíster en Literatura Hispanoamericana por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado el libro Una ficción desbordada. Narrativa y teleseries (2015).
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