¿Tienen alguna relación la baja calidad de la oferta educativa y periodística en el Perú? Mucha. Cuando se refieren a la crisis de la educación, los periodistas apuntan a las escuelas y a los maestros, pero no pasa lo opuesto. ¿Por qué? Por un lado, porque muchos de los propios periodistas construyen un discurso moralista que los ubica como fiscales y jueces de todo cuanto pasa. Por el otro, porque el papel e impacto de los medios –parte de la educación mediática en la que tanto insistimos– son asuntos que no suelen abordarse en el aula. Entonces, sin herramientas para criticar la calidad de una noticia es fácil acostumbrarnos al nivel pobre del periodismo farandulero que convierte la información de todo tipo en un espectáculo insulso.
Así es lógico que olvidemos –o no nos hayamos enterado– que el sistema educativo tiene más actores que los alumnos, los docentes o los padres. Actores como los periodistas, cuyo impacto en la educación es notable al ser los responsables de producir la información que consumimos todo el tiempo y que constituye la materia prima de muchas de nuestras decisiones cotidianas: desde por quién votar, qué alimentos consumir o hasta juzgar quién miente. Esa información, desde luego, está cargada de una promesa mínima: haber sido contrastada con rigor. Pero ya ni eso. La información devino para la mayoría de nuestros periodistas en algo parecido a la opinión. Y acaso, porque la opinión sin argumento ni evidencia, puede ser un bostezo o un eructo, pero no una opinión.
El auge de los medios sociales rompió el esquema emisor-receptor que por décadas brindó al trabajo periodístico el poder singular y exclusivo de elegir aquello que era noticia de lo que no. Es decir, de definir la información a partir de las cual formamos nuestras ideas del mundo. Hoy, que cualquier ser humano con acceso a internet produce y reproduce noticias, lo hace siguiendo, para mal, muchos de los vicios de aquellos profesionales teóricamente formados para evitarlos. Los periodistas son importantes y lo serán más en el futuro, sobre todo en un contexto donde las realidades son construidas por encargo a punta de noticias falsas.
Por esto resulta importante insistir en el rol del periodista en nuestra educación. Denunciar a quienes abjuran su misión de buscar la verdad, y a quienes canjean la romántica bandera de la objetividad –utópica, pero imprescindible– por la bandera de la popularidad, conseguida a punta de clickbaits, chismes, pruebas filtradas o el más burdo intercambio de favores. Sobre todo en un contexto mundial donde mueren dos periodistas por semana en países como Afghanistán, México o Brasil tratando de hacer bien su trabajo, según el más reciente reporte de la UNESCO sobre Libertad de Expresión, confirmando el alto riesgo que conlleva su práctica y el impacto concreto que tienen sobre la sociedad.
Así como el educativo, el problema periodístico no está únicamente en los profesionales que lo ejercen, sino en el entorno en el que viven: un sistema precario que explota y exige inmediatez sacrificando pulcritud; económicamente concentrado y poco plural, que genera conflictos de interés a partir de la publicidad de la que depende; y también en institutos y universidades que han renunciado a la formación humanística y ética reemplazándola por talleres que ofrecen trucos para conseguir mayor audiencia o técnicas para sacar una declaración prefabricada.
A pesar de la mirada pesimista, vemos trincheras importantes en el país donde la investigación sigue siendo la columna vertebral del quehacer informativo. La crisis periodística no es solo peruana, desde luego, pero mal de muchos es consuelo de tontos. Sí es más notoria en otras realidades más desarrolladas la mirada autocrítica y la búsqueda de alternativas: movimientos como el periodismo de soluciones, que propone alternativas a partir de evidencia (en lugar de solazarse en la queja); o el periodismo ciudadano, que busca la deliberación pública incluyendo a los ciudadanos en la producción de las noticias (y no para ahorrarse el trabajo); o el periodismo lento, que toma su tiempo en prepararse y ofrece, además de rigurosidad, calidad estética (que nos devuelve el placer de informarnos, así sea sobre temas agrios y complejos).
Los periodistas que necesitamos para mejorar nuestra educación no son los que lloran en cámaras para mostrar su indignación ni menos los que hacen llorar a sus entrevistados para lograr un primer plano morboso. Son los que hacen de su indignación una oportunidad para permitirnos entender a fondo una realidad y su contexto. Tampoco son los que amenazan con una cámara escondida ni invaden el espacio privado abusando de su poder. Los periodistas que necesitamos, más bien, son profesionales autónomos convencidos de su responsabilidad educadora. Personas que, como los maestros, construyan con su trabajo cotidiano una relación de confianza con las personas a las que sirven. Y la escuela, por cierto, debe jugar su papel enseñándonos a contrastar la información, a seleccionarla y valorarla, a buscar nuevas fuentes más allá de las que siempre piensan como nosotros; a producirla, ahora que es tan fácil, buscando una verdad que no sea solo la nuestra o la que mejor se nos acomoda.
Texto de Julio César Mateus
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