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    Narrativa
La fina prosa de Luis Loayza

Narrativa

EL AVARO

Sé que cuando voy por la calle y un conversador se inclina al oído de otro y disimuladamente me señala, está diciendo que soy el avaro. Sé que cuando llega un traficante de telas o mujeres o vinos y pregunta por los hombres de fortuna, me nombran pero añaden: "no comprará nada, es avaro"

Es verdad que amo mis monedas de oro. Me atraen de ellas su peso, su color -hecho de vivaces y oscuros amarillos-, su redondez perfecta. Las junto en montones y torres, las golpeo contra la mesa para que reboten, me gusta mirarlas guardadas en mis arcas, ocultas del tiempo.

Pero mi amor no es sólo a su segura belleza. Tantas monedas, digo, me darán un buey, tantas un caballo, tierras, una casa mayor que la que habito. Con uno de mis cofres de objetos preciosos puedo comprar lo que muchos hombres creen: la felicidad. Este poder es lo que me agrada sobre todo y el poder se destruye cuando se emplea. Es como en el amor: tiene más dominio sobre la mujer el que no va con ella; es mejor amante el solitario.

Voy hasta mi ventana a mirar, perfiladas en el atardecer, las viñas de mi vecino; la época las inclina hacia la tierra cargadas de racimos apetecibles. Y es lo mejor desearlos desde acá, no ir y hastiarse de su dulce sabor, de su jugo.

LA BESTIA

Agazapado en la altura, aplasto mi vientre contra la tierra y observo. Veo a los hombres de blancas túnicas que caminan y se detienen entre los edificios, y a los oscuros, día a día inclinados sobre su trabajo. Veo delicadas mujeres en las azoteas y jóvenes que desnudos nadan y se ejercitan en el río. Desde que los miré por primera vez he resistido la sed, la helada lluvia y otra vez la sed, sin dejar mi sitio. Yazgo mirándolos hasta que la ciudad se ensombrece y silencia; espero que se apaguen las últimas antorchas y desciendo para pasar por sus calles, ocultándome, y oírlos cantar. Debo aprenderlos pacientemente. Seré o he sido uno de ellos; cuando los conozca ganaré su figura y memoria y me recibirán, ya librado para siempre de este monstruoso cuerpo infeliz.

EL HÉROE

He conservado el secreto, no por vanidad sino por sentido del deber. Quizá lo sepan sin decirlo, pues la sombra de mis hombros hace desaparecer sus cabezas. Pero envejezco, toso, los alimentos me repiten en la boca su materia agria. Todavía soy "feroz como un jabalí, invulnerable como un árbol portentoso" pero sé que ahora mismo hablo como un charlatán. No puedo evitarlo y creo resignadamente que es la edad.

Sépanlo, yo no maté al monstruo en su caverna. Al verlo cerré los ojos aterrorizado y me eché a temblar. No pude evitarlo; reconozcamos que era un animal verdaderamente horrible: echaba fuego por la boca, sus zarpas eran grandísimas. No hace falta que yo lo diga porque lo han descrito tantas veces que ya es clásico. Pero sucedió que él también me tuvo miedo y al retroceder violentamente se dio tal testarazo contra las piedras que se mató. Yo me pregunto ¿por qué huyó el monstruo? Parece que había escuchado aquella profecía que le anunciaba la muerte en su encuentro conmigo: no hay que prestar oído a estos oráculos que roban la fuerza.

Este fue el comienzo de mi fama. De la serpiente marina no puedo decir nada porque ni siquiera llegué a verla. Pero no desmentí a aquellos buenos pescadores que me estaban tan agradecidos que creían haber visto la lucha. La historia, por lo demás (como las otras, algunas de las cuales ni siquiera conozco), no hace daño a nadie. Aunque es verdad que acabé con unos cuantos héroes: los pobres combatían tan abatidos que casi siempre empezaban por rogarme que no ultrajara sus cadáveres.

En cuanto a mis otras hazañas, la verdad es que no fueron tantas ni tan extraordinarias: ya se sabe que las mujeres exageran mucho. Pero mi difunta esposa solía decirme que yo era nada más que un hombre normal, y aun inferior a su primer marido.