La poesía humana de César Vallejo
Narrativa
LOS PASOS LEJANOS
Mi padre duerme. Su semblante augusto
figura un apacible corazón;
está ahora tan dulce...
si hay algo en él de amargo, seré yo.
Hay soledad en el hogar; se reza;
y no hay noticias de los hijos hoy.
Mi padre se despierta, ausculta
la huida a Egipto, el restañante adiós.
Está ahora tan cerca;
Si hay algo en él de lejos, seré yo.
Y mi madre pasea allá en los huertos,
saboreando un sabor ya sin sabor.
Está ahora tan suave,
tan ala, tan salida, tan amor.
Hay soledad en el hogar sin bulla,
Sin noticias, sin verde, sin niñez.
Y si hay algo quebrado en esta tarde,
y que baja y que cruje,
son dos viejos caminos blancos, curvos.
Por ellos va mi corazón a pie.
A MI HERMANO MIGUEL
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: "Pero, hijos..."
Ahora yo me escondo,
como antes, todas estas oraciones
vespertinas, y espero que tú no des conmigo.
Por la sala, el zaguán, los corredores.
Después, te ocultas tú, y yo no doy contigo.
Me acuerdo que nos hacíamos llorar,
hermano, en aquel juego.
Miguel, tú te escondiste
una noche de Agosto, al alborear;
pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.
Y tu gemelo corazón de esas tardes
extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya
cae sombra en el alma.
Oye, hermano, no tardes
en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá.
LA ARAÑA
Es una araña enorme que ya no anda;
una araña incolora, cuyo cuerpo,
una cabeza y un abdomen, sangra.
Hoy la he visto de cerca. Y con qué esfuerzo
hacia todos los flancos
sus pies innumerables alargaba.
Y he pensado en sus ojos invisibles,
los pilotos fatales de la araña.
Es una araña que temblaba fija
en un filo de piedra;
el abdomen a un lado,
y al otro la cabeza.
Con tantos pies la pobre, y aún no puede
resolverse. Y, al verla
atónita en tal trance,
hoy me ha dado qué pena esa viajera.
Es una araña enorme, a quien impide
el abdomen seguir a la cabeza.
Y he pensado en sus ojos
y en sus pies numerosos...
¡Y me ha dado qué pena esa viajera!
Ágape
Hoy no ha venido nadie a preguntar;
ni me han pedido esta tarde nada.
No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: qué poco he muerto!
En esta tarde todos, todos pasan
sin preguntarme ni pedirme nada.
Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena.
He salido a la puerta,
y me dan ganas de gritar a todos:
Si echan de menos algo, aquí se queda!
Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.
Hoy no ha venido nadie;
y hoy he muerto qué poco en esta tarde.
Altura y pelos
¿Quién no tiene su vestido azul?
¿Quién no almuerza y no toma el tranvía,
con su cigarrillo contratado y su dolor de bolsillo?
¡Yo que tan sólo he nacido!
¡Yo que tan sólo he nacido!
¿Quién no escribe una carta?
¿Quién no habla de un asunto muy importante,
muriendo de costumbre y llorando de oído?
¡Yo que tan sólo he nacido!
¡Yo que tan sólo he nacido!
¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa?
¿Quién al gato no dice gato gato?
¡Ay, yo que sólo he nacido solamente!
¡Ay, yo que sólo he nacido solamente!
Cuídate España de tu propia España
¡Cuídate España, de tu propia España!
¡Cuídate de la hoz sin el martillo,
cuídate del martillo sin la hoz!
¡Cuídate de la víctima que a pesar suyo,
del verdugo a pesar suyo!
¡Cuídate del que, antes de que cante el gallo,
negárate tres veces,
y del que te negó, después, tres veces!
¡Cuídate de las calaveras sin las tibias,
y de las tibias sin las calaveras!
¡Cuídate de los nuevos poderosos!
¡Cuídate del que come tus cadáveres,
del que devora muertos a tus vivos!
¡Cuídate del leal ciento por ciento!
¡Cuídate del cielo más acá del aire
y cuídate del aire más allá del cielo!
¡Cuídate de los que te aman!
¡Cuídate de tus héroes!
¡Cuídate de tus muertos!
¡Cuídate de la República!
¡Cuídate del futuro!…
(de España, aparta de mí este cáliz)
Deshojación sagrada
Luna! Corona de una testa inmensa,
que te vas deshojando en sombras gualdas!
Roja corona de un Jesús que piensa
trágicamente dulce de esmeraldas!
Luna! Alocado corazón celeste
¿por qué bogas así, dentro de la copa
llena de vino azul, hacia el oeste,
cual derrotada y dolorida popa?
Luna! Y a fuerza de volar en vano,
te holocaustas en ópalos dispersos:
tú eres talvez mi corazón gitano
que vaga en al azul llorando versos!
Epístola a los transeúntes
Reanudo mi día de conejo
mi noche de elefante en descanso.
Y, entre mí, digo:
ésta es mi inmensidad en bruto, a cántaros
éste es mi grato peso,
que me buscará abajo para pájaro
éste es mi brazo
que por su cuenta rehusó ser ala,
éstas son mis sagradas escrituras,
éstos mis alarmados compañones.
Lúgubre isla me alumbrará continental,
mientras el capitolio se apoye en mi íntimo derrumbe
y la asamblea en lanzas clausure mi desfile.
Pero cuando yo muera
de vida y no de tiempo,
cuando lleguen a dos mis dos maletas,
éste ha de ser mi estómago en que cupo mi lámpara en pedazos,
ésta aquella cabeza que expió los tormentos del círculo en
mis pasos,
éstos esos gusanos que el corazón contó por unidades,
éste ha de ser mi cuerpo solidario
por el que vela el alma individual; éste ha de ser
mi hombligo en que maté mis piojos natos,
ésta mi cosa cosa, mi cosa tremebunda.
En tanto, convulsiva, ásperamente
convalece mi freno,
sufriendo como sufro del lenguaje directo del león;
y, puesto que he existido entre dos potestades de ladrillo,
convalezco yo mismo, sonriendo de mis labios.
Espergesia
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Todos saben que vivo,
que soy malo; y no saben
del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Hay un vacío
en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio
que habló a flor de fuego.
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Hermano, escucha, escucha…
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Todos saben que vivo,
que mastico… Y no saben
por qué en mi verso chirrían
oscuro sinsabor de féretro,
luyidos vientos
desenroscados de la Esfinge
preguntona del Desierto.
Todos saben… Y no saben
que la Luz es tísica,
y la Sombra gorda…
Y no saben que el Misterio sintetiza…
que él es la joroba
musical y triste que a distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes a las Lindes.
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo,
grave.
(de Los heraldos negros)
Fue domingo en las claras orejas de mi burro…
Fue domingo en las claras orejas de mi burro,
de mi burro peruano del Perú (Perdonen la tristeza)
mas hoy ya son las once en mi experiencia personal,
experiencia de un solo ojo, clavado en pleno pecho,
de una sola burrada, clavada en pleno pecho.
Tal de mi tierra veo los cerros retratados,
ricos en burros, hijos de burros, padres hoy de vista,
que tornan ya pintados de creencias,
cerros horizontales de mis penas.
En su estatua, de espada,
Voltaire cruza su capa y mira el zócalo,
pero el sol me penetra y espanta de mis dientes incisivos
un número crecido de cuerpos inorgánicos.
Y entonces sueño en una piedra
verduzca, diecisiete,
peñasco numeral que he olvidado,
sonido de años en el rumor de aguja de mi brazo,
lluvia y sol en Europa, y ¡cómo toso! ¡cómo vivo!
¡cómo me duele el pelo al columbrar los signos semanales!
y cómo, por recodo, mi ciclo microbiano,
quiero decir mi trémulo, patriótico peinado.
(de Poemas humanos)
Heces
Esta tarde llueve, como nunca; y no
tengo ganas de vivir, corazón.
Esta tarde es dulce. Por qué no ha de ser?
Viste gracia y pena; viste de mujer.
Esta tarde en Lima llueve. Y yo recuerdo
las cavernas crueles de mi ingratitud;
mi bloque de hielo sobre su amapola,
más fuerte que su "No seas así!"
Mis violentas flores negras; y la bárbara
y enorme pedrada; y el trecho glacial.
Y pondrá el silencio de su dignidad
con óleos quemantes el punto final.
Por eso esta tarde, como nunca, voy
con este búho, con este corazón.
Y otras pasan; y viéndome tan triste,
toman un poquito de ti
en la abrupta arruga de mi hondo dolor.
Esta tarde llueve, llueve mucho. ¡Y no
tengo ganas de vivir, corazón!
La violencia de las horas
Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, la que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludases los jóvenes y
las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: "Buenos días José!,
Buenos días María!"
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que
luego también murió a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad,
en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la
honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de
la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se
sabe
quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me
acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano
en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de
tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfateaba en su
clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas
de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.
(de Poemas en prosa)
Los arrieros
Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.
La hacienda Menocucho
cobra mil sinsabores diarios por la vida.
Las doce. Vamos a la cintura del día.
El sol que duele mucho.
Arriero que con tu poncho colorado te alejas,
saboreando el romance peruano de tu coca.
Y yo desde una hamaca,
desde un siglo de duda,
cavilo tu horizonte, y atisbo, lamentado
por zancudos y por el estribillo gentil
y enfermo de una "paca-paca".
Al fin tú llegarás donde debes llegar,
arriero, que, detrás de tu burro santurrón,
te vas…
te vas…
Feliz de ti, en este calor en que se encabritan
todas las ansias y todos los motivos;
cuando el espíritu que anima al cuerpo apenas,
va sin coca y no atisba a cabestrar
su bruto hacia los Andes
oxidentales de le Eternidad.
Piedra negra sobre piedra blanca
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...
Los heraldo negros
Hay golpes en la vida, tan fuertes ... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!
Son pocos; pero son... Abren zanjas obscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!
Los dados eternos
Para Manuel Gonzales Prada, esta
emoción bravía y selecta, una de las
que, con más entusiasmo, me ha aplau-
dido el gran maestro.
Dios mío, estoy llorando el sér que vivo;
me pesa haber tomádote tu pan;
pero este pobre barro pensativo
no es costra fermentada en tu costado:
¡tú no tienes Marías que se van!
Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
¡Y el hombre sí te sufre: el Dios es él!
Hoy que en mis ojos brujos hay candelas,
como en un condenado,
Dios mío, prenderás todas tus velas,
y jugaremos con el viejo dado.
Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte
del universo todo,
surgirán las ojeras de la Muerte,
como dos ases fúnebres de lodo.
Dios míos, y esta noche sorda, obscura,
ya no podrás jugar, porque la Tierra
es un dado roído y ya redondo
a fuerza de rodar a la aventura,
que no puede parar sino en un hueco,
en el hueco de inmensa sepultura.
I
Quién hace tanta bulla, y ni deja
testar las islas que van quedando.
Un poco más de consideración
en cuanto será tarde, temprano,
y se aquilatará mejor
el guano, la simple calabrina tesórea
que brinda sin querer,
en el insular corazón,
salobre alcatraz, a cada hialóidea
grupada.
Un poco más de consideración,
y el mantillo líquido, seis de la tarde
DE LOS MAS SOBERBIOS BEMOLES.
Y la península párase
por la espalda abozaleada, impertérrita
en la línea mortal del equilibrio.
V
Grupo dicotiledón. Oberturan
desde él petreles, propensiones de trinidad,
finales que comienzan, ohs de ayes
creyérase avaloriados de heterogeneidad.
¡Grupo de los dos cotiledones!
A ver. Aquello sea sin ser más.
A ver. No trascienda hacia fuera,
y piense en són de no ser escuchado,
y crome y no sea visto.
Y no glise en el gran colapso.
La creda voz rebélase y no quiere
ser malla, ni amor.
Los novios sean novios en eternidad.
Pues no deis 1, que resonará al infinito.
Y no deis 0, que callará tánto,
hasta despertar y poner de pie al 1.
Ah grupo bicardiaco.
XV
Cuál mi explicación.
Esto me lacera de tempranía.
Esa manera de caminar por los trapecios.
Esos corajosos brutos como postizos.
Esa goma que pega el azogue al adentro.
Esas posaderas sentadas para arriba.
Ese no puede ser, sido.
Absurdo.
Demencia.
Pero he venido de Trujillo a Lima.
Pero gano un sueldo de cinco soles.
XLI
La muerte de rodillas mana
su sangre blanca que no es sangre.
Se huele a garantía.
Pero ya me quiero reír.
Murmúrase algo por allí. Callan.
Alguien silba valor de lado,
y hasta se contaría en par
veintitrés costillas que se echan de menos
entre sí, a ambos costados; se contaría
en par también, toda la fila
de trapecios escoltas.
En tanto, el redoblante policial
(otra vez me quiero reír)
se desquita y nos tunde a palos,
dale y dale
de membrana a membrana
tas
con
tas.
(de Trilce)
XVIII
Oh las cuatro paredes de la celda.
Ah las cuatro paredes albicantes
que sin remedio dan el mismo número.
Criadero de nervios, mala brecha,
por sus cuatro rincones cómo arranca
las diarias aherrojadas extremidades.
Amorosa llavera de innumerables llaves,
si estuvieras aquí, si vieras hasta
qué hora son cuatro estas paredes.
Contra ella seríamos contigo, los dos,
más dos que nunca.
Y ni lloraras, di,
libertadora!
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