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La poesía ciudadana de Sebastián Salazar Bondy

Poesía

Discurso del amor o la contemplación

Si quiero preguntar por mi casa y mi amada 
una rama madura se dobla y roza el agua leve del alma, 
un bello rastro deja sobre ella vidrios y melenas, 
de llaves y papeles que caen en un abismo 
de azul tiniebla o negra nieve, desdichado.

Hay un rasgo de luz que le abre y le descubre 
pedrería de lumbres vivas y abandonadas: 
hay un arma delgada, un leve corte en sus entrañas 
que precipita al mar, agua enlutada, 
su dulce carga antigua de manos y criadas.

¡Qué sabe el cisne o la vulpeja, el dios, 
de este prodigio del amor hecho temprana maravilla, 
o qué piensa con su cabeza gris y pura 
el padre muerto y bienaventurado entre los míos, 
de la escondida faz que está en el beso!

Cuando los niños van al prado entre mentiras 
con sus juegos perennes por las calles, 
no advierten la presencia angélica, la hermosa prenda, 
el porvenir humano tras el cirro convertido 
en mejilla del cielo, en pequeño testuz del año nuevo.

Amor o cárcel con orillas deslumbrantes 
donde medita el hombre su tortura o su abandono 
y oye pasar entre tañidos y rumores 
las alas del tiempo, los aretes eternos de la noche, 
la gaita aquella iluminada sobre el pecho.

(de Cuaderno de la persona oscura)

Los despojos

Hay una hora feliz en que reúno los despojos del día, 
roto el feliz augurio que despierta 
en la luz de una mañana cualquiera.
Al borde de este abismo junto 
los restos de la aventura que trajo en sus ojos la aurora, 
su alegre guirnalda tejida con sueños y promesas.

Ante ellos medito y comprendo que la juventud 
es un opaco tiempo de libros y mujeres que sucumben 
bajo una tormenta de deseos y penosas cadenas.
El hombre, después, desciende a ciertas profundidades, 
a ciertas cavernas donde el miedo 
lo envuelve con la palidez de una criatura borracha, 
lo ata para siempre a unas cuantas palabras: 
honor, costumbre, perfección, qué más da…

Esa lección y otras que callo azotan mi anochecer, 
lo convierten en una paciente ceremonia 
alrededor de la hoguera donde arde toda vanidad, 
ese montón de hojas muertas 
quemadas en un rincón inútil del día.

(de Los ojos del pródigo)

Confidencia en alta voz

Pertenezco a una raza sentimental, 
a una patria fatigada por sus penas, 
a una tierra cuyas flores culminan al anochecer, 
pero amo mis desventuras, 
tengo mi orgullo, doy vivas a la vida bajo este cielo mortal 
y soy como una nave que avanza hacia una isla de fuego.

Pertenezco a muchas gentes y soy libre, 
me levanto como el alba desde las últimas tinieblas, 
doy luz a un vasto campo de silencio y oros, 
sol nuevo, nueva dicha, aparición imperiosa 
que cae horas después en un lecho de pesadillas.

Escribo, como ven, y corro por las calles, 
protesto y arrastro los grillos del descontento 
que a veces son alas en los pies, 
plumas al viento que surcan un azul oscuro, 
pero puedo quedarme quieto, puedo renunciar, 
puedo tener como cualquiera un miedo terrible, 
porque cometo errores y el aire me falta 
como me faltan el pecado, el pan, la risa, tantas cosas.

El tiempo es implacable como un número creciente 
y comprendo que se suma en mi frente, en mis manos, 
en mis hombros, como un fardo, 
o ante mis ojos como una película cada vez más triste, 
y pertenezco al tiempo, a los documentos, a mi raza y mi país, 
y cuando lo digo en el papel, cuando lo confieso, 
tengo ganas de que todos lo sepan y lloren conmigo.

(de Confidencia en alta voz)

Testamento ológrafo

Dejo mi sombra, 
una afilada aguja que hiere la calle 
y con tristes ojos examina los muros, 
las ventanas de reja donde hubo incapaces amores, 
el cielo sin cielo de mi ciudad.
Dejo mis dedos espectrales 
que recorrieron teclas, vientres, aguas, párpados de miel 
y por los que descendió la escritura 
como una virgen de alma deshilachada.
Dejo mi ovoide cabeza, mis patas de araña, 
mi traje quemado por la ceniza de los presagios, 
descolorido por el fuego del libro nocturno.
Dejo mis alas a medio batir, mi máquina 
que como un pequeño caballo galopó año tras año 
en busca de la fuente del orgullo donde la muerte muere.
Dejo varias libretas agusanadas por la pereza, 
unas cuantas díscolas imágenes del mundo 
y entre grandes relámpagos algún llanto 
que tuve como un poco de sucio polvo en los dientes.

Acepta esto, recógelo en tu falda como unas migas, 
da de comer al olvido con tan frágil manjar.

(de El tacto de la araña)

LOS AMIGOS

	Amigos. Nadie más. El resto es selva.
			Jorge Guillén

En torno de algunos cigarrillos consumidos
o de un momentáneo café
unos cuantos se escuchan, se miran, se conocen,
solitarias almas de pronto reunidas
cuyas palabras no se pierden en el aire que borra los días.

Pasa de uno a otro el sorpresivo ademán,
la mano tendida y abierta para dar y recibir
algo maduro que se ha hecho recíproco
como el diario pan en la mesa de una apacible familia.
La discordia es ahí otro alimento,
una leve agitación en las aguas de esta cita,
y luego la calma, el esperado perdón,
desciende de lo alto como un don que nadie rechaza.

El tiempo va rodeando la amistad con sucesos
que nadie olvidará
porque el olvido es la destrucción de la vida, el olvido
es la muerte ciñendo su oscuro lazo alrededor del amor.